Cuando cumplí 9 años, más o menos, mis papás
decidieron separase, por las triviales razones que hayan podido esgrimir. Nada
novedoso. Y menos en estos tiempos.
Recuerdo en una ocasión estar comiendo en casa
de mi comadre Lupita y sus hijas Fernanda y Mónica, cuando éstas tenían unos 10
años de edad; ahora tienen más de 25. Durante la comida en aquel entonces, comentaron
que ellas eran las únicas en sus salones de clase cuyos padres seguían casados;
(ya se alinearon hace mucho cuando sus papás se terminaron divorciando poco
después). Recuerdo el pensamiento que me asaltó en esa ocasión: cuando mis
papás se divorciaron, yo era el único niño del salón en esas circunstancias.
Si hoy en día observáramos a la sociedad
de Quebec, notaríamos que más del 75% de las parejas ya no se están casando, ni
por el código civil, pues por la religión lo dejaron de hacer, poco a poco,
desde los sesentas, y se han ido alejando más y más de las instituciones
religiosas.
Las iglesias de Canadá están bastante
vacías, ante todo por la ausencia de gente joven y sobre todo en Quebec. En
British Columbia han mantenido un capítulo de la iglesia anglicana y
aparentemente nada más para causarle jaquecas a las más vetustas generaciones
anglófilas, pues se han dedicado a romper todos los cánones, desde aceptando a
mujeres como líderes de sus iglesias y congregaciones, luego pastores
homosexuales y ahora adoptaron la posición de aceptar el matrimonio entre
ilusos del mismo género. ¿Les habrán servido todas estas adaptaciones a sus
anteriores posturas, al menos para frenar el número de feligreses que estaban
perdiendo? ¿O habrán encontrado nuevos adeptos? Más de la mita de la población
canadiense ya no profesa ninguna religión...
Volviendo al tema del divorcio que me tocó
vivir a mí: durante casi un año mi papá vivió arrimado en casa de unos amigos y
mi mamá comenzó a digerir lo inevitable, con la característica sensación de
fracaso. Un buen día, 11 meses después, se juntaron a pensarlo bien, y
decidieron "volverlo a intentar". Una de esas etapas comunes en las
que vas dejando atrás los alarmantes sentimientos de desapego y culpabilidad
mezclados, esperando que todo se componga nomás con las buenas intenciones,
antes de entender lo inevitable. Mi mamá decidió celebrar el
"re-encuentro" embarazándose por tercera vez, irónicamente su
único embarazo intencional. Antes de que diera a luz, el intento de volver con
su esposo había culminado en un obscuro divorcio confirmado, tras una sesión de
terapia de pareja donde el analista le pidió a mi papá que hablará de sus
progenitores y éste "se puso hecho una furia" ~palabras de mi
mamá~, y salió de ahí advirtiendo que hasta ese día llegaba su esfuerzo por
mantenerse casado. Tiempo después entendí más sobre porque no estaba, ni nunca
estuvo dispuesto a hablar de sus ancestros, específicamente sobre la familia
del lado de su madre incognita.
No hubo de pasar mucho tiempo antes de que
el característico descalabro económico subsecuente a los divorcios reptara en
nuestro departamento de la colonia Nápoles. Pronto, comprendí que mi abuelo
Gastón había decidido tomar medidas al respecto y que acordó con mi mamá que
nos iríamos los 3, más mi hermanita que estaba por llegar, a vivir a Sierra
Ventana, con él y mi abuela Maruja. No había para qué esperar más. Muy pronto
no habría para pagar la renta, y mi papá ya no tenía ni para pagar la suya,
viviendo de nuevo refugiado con César Casero, un amigo de él aún soltero en
aquel entonces.
Mientras todo esto pasaba, todavía en el
departamento de la calle Pensilvania, mi mamá y yo armábamos un moisés/cuna,
vestido de fundas y encajes, con un velo tapándolo en forma de carpa y una base
mecedora móvil que permitiría arrullar a la bebita que venía en camino; ya no
recuerdo de dónde había salido esa ajuarada cama de bebé, pero mi mamá la
armaba y desarmaba con ilusión, un poco como haciendo el nido para recibir a su
hija. Platicamos todo, incluyendo su situación emocional y económica.
Mi cercanía con ella era total, y la
anunciada llegada de la nueva hermana había sido para Laila y para mí motivo de
alegre experiencia vivencial; expectación y amor preconcebido.
Pronto se llegó la hora de empacar todo,
subirlo en un camión de mudanzas y regresar a la casa de los abuelos donde yo
ya había vivido un par de veces antes durante el recorrido como montaña rusa de
mis papás.
Mi abuelo Gastón se presentó a ayudar con
el movimiento, apoyando a su amada hija Teresa. Se acercó especialmente
conmigo esa mañana, y platicamos mucho. Su desenvoltura era muy distinta cuando
podía hablar en francés, y no tenía a nadie más con quien hacerlo dentro del
círculo familiar; quizás una razón más que nos unía particularmente. Por la
tarde, el camión llegó a descargar en la casa de Las Lomas. Ahí al primero que
encontramos fue a mi tío Beto, que desde luego venía a apoyarnos.
Poco a poco fueron metiendo nuestras cosas
a los cuartos donde mi abuela nos había asignado. Laila y yo dormiríamos en el
mismo cuarto, cosa totalmente nueva para mí, y a mi mamá le prepararían un cuarto
en la planta baja, en donde antes era un comedor. Mi mamá llegó con su
cuna, Laila con su angustia, y yo con una carga muy pesada de sentimientos
encontrados respecto a este cambio tan drástico en nuestras vidas.
Cuando apenas iba a la mitad la descarga
del camión comencé a buscar con la vista mi bicicleta verde, la cual ya quería
probar sobre las banquetas de la colonia; mi bicicleta era mi más preciada
posesión, y mi aliada en el maravilloso juego de la imaginación. Era moto de
carreras cuando la ocasión lo requería, o mi valiente caballo armado, o un
veloz auto deportivo. En ella podía pasar horas andando o simplemente
recargados ambos contra una pared, sin tener que pensar en nada ni nada
decirnos, viendo el tráfico de mi calle pasar incesantemente.
En ella era móvil y podía ir a visitar a
mis amigos, o a encontrarlos en el parque, o a comer un helado de Chiandoni, la
mejor heladería italiana de México, que me esperaba a un par de cuadras de mi
casa, sobre la avenida Pensilvania.
Mi bicicleta no aparecía. ¿Cómo era
posible? No recordaba haberla visto entrar al camión cuando lo cargaron, y no
podía pensar que no me hubiera acordado de asegurarme que lo fuera. Muy
rápidamente, comencé a alterarme notoriamente y estaba a punto de perder la
calma. Mi abuelo Gastón se me acercó antes de que eso sucediera y con su acento
cerrado por el Francés le pregunto a los de la mudanza si habían subido una
bicicleta verde. La respuesta negativa no pareció sorprender a mi abuelo, pero
a mí me dejo sin circulación sanguínea en la cara y sentí cómo me empezaba a aplastar
con la angustiosa sensación de haber abandonado a mi bicicleta; una
dolorosa sensación de tristeza con miedo se comenzó a infiltrar, en mi ya de
por sí extrañado cuerpo emocional.
Antes de que me pusiera a gritar como un
loco, porque no lo había podido hacer antes debido al nudo brutal que ahogaba
las palabras en mi garganta, mi abuelo me tomó de la mano y me dijo que no me
preocupara, que en ése mismo momento, él me llevaría de regreso a la colonia
Nápoles para rescatar a mi amiga abandonada en el pasado. "on y va tout de suite cherché ta
bicyclette abandonné au passé"... exclamó por lo bajo, entre nosotros
dos.
En el camino, en cuanto mi abuelo percibió que yo empezaba a temer que mi bicicleta ya no estaría en su lugar en aquel
departamento donde habíamos vivido más años que los que vivimos en anteriores
casas, me distrajo platicándome cosas que en el momento yo no
acertaba a comprender. Muchas han cobrado vida y razón al pasar de los años, sorprendiéndome
tal y como él me previno que me pasaría, cambiando en ocasiones el curso
de mi vida.
Al llegar me bajé del auto casi antes
de que mi abuelo acabara de estacionarse. Subí corriendo los 6 pisos por las
escaleras porque yo entonces aún era más rápido que el elevador del edificio.
La puerta del pasado estaba cerrada, lo cual calmó un poco el temor de que mi
bicicleta hubiera sido secuestrada. Mi abuelo tenía la llave y cuando al fin se
abrió el elevador en ese piso casi le arrebaté la llave de la mano para
apurarlo a que me abriera la puerta. Una vez abierta, corrí hasta un baño que
estaba donde había sido el estudio de mi papá, ahora llenó con repisas de
libreros vacías. Al llegar a la puerta de ese baño me paralicé. Mi abuelo sin
dudarlo giró la perilla y abrió de par en par. Ahí estaba esperándome la
bicicleta verde, y me le quedé viendo por unos segundos.
Gastón me puso la mano izquierda sobre el
hombro, la apretó un poco antes de hablar, y de pronto me preguntó: ¿no te gustaría
dejarla aquí; dejarla atrás en el pasado, y mejor soñar con una nueva?
Tras otro leve y discreto apretón en el
hombro, se me movió el punto de encaje; sentí una fuerte sacudida desde la
espalda hasta el medio del pecho, y se desbarató el nudo que me venía estrangulando
las emociones sin dejarlas pasar de la garganta. Me volví hacia mi abuelo y lo
abracé por un lado, estallando en un llanto que parecía interminable,
entrañable y emancipador. Pudo haber durado 1 minuto o los 10 años que yo tenía
de vivir.
Se me comenzó a pasar al cabo, abrazado
por las manos sanadoras de mi abuelo excepcional. La situación en ese momento,
me invocó el recuerdo de una frase del Principito: "...on se console
toujours"...
Y Gastón añadió: “tu nueva vida te espera,
y puedes hacer que ésta sea maravillosa. Sólo tienes que dejar atrás lo que
pertenece al pasado, y todo será nuevo y como tú lo quieras. Las cosas no
tienen que durar para siempre, ni tú tienes que hacer siempre lo mismo. La vida
se vive cambiando porque en eso consiste la libertad. ¿Cómo te gustaría que
fuera tu nueva bicicleta?” dijo al fin, dándolo por hecho y como un punto y
aparte.
Y luego repitió su pregunta: ¿no te
gustaría dejar esta bicicleta aquí, y hacer lugar para una nueva..?
-La quisiera con los manubrios altos,
amarilla Ferrari y con el asiento corrido y acolchonado, y con los frenos
en los pedales-, como eran los nuevos modelos de bicicleta en 1968, un año
antes de llegar a la Luna...
Le contesté sin dudarlo porque yo ya conocía
exactamente la bicicleta que hubiera querido tener.
“Très bien”, apuntó mi
abuelo en señal de trato; cerró la puerta del baño donde se quedó en mi pasado
la bicicleta verde, junto con tantas cosas más, y nos fuimos de regreso a
Sierra Ventana 930.
En el camino me sentía ligero, casi
contento. Me sentía protegido junto a mi abuelo, y anticipaba mi nueva vida
cerca de él, viviendo en un lugar privilegiado, pues éste tenía áreas
verdes por todos lados en lugar de edificios, cables, concreto, negocios y un
tráfico de autos demencial.
Muy pocos días después, apareció por la
casa mi tío Beto. Venía en una camioneta station wagon,
con un par de bicicletas nuevecitas; una para Laila mi hermana, y otra,
amarilla y de caprichosos manubrios curvos y elevados, con un asiento blanco,
alargado y mullido. Había llegado mi futura compañera para los siguientes años.
Mi tío Beto que siempre estaba al pendiente y dispuesto a ayudarnos, las había
conseguido a muy buen precio...
Resultaba un precio insignificante
comparado con lo mucho que gané ese día en que simplemente, nos cambiamos de
casa...
No comments:
Post a Comment