Friday, June 05, 2015

Episodios Familiares




Helix Aspersa


Cuando yo tenía escasos 11 años, vivíamos en casa de mis abuelos Gastón y Maruja. La comida del Domingo era la única comida de la semana que mi abuelo hacía en casa, pero era inquebrantable. Así era con todo lo decidía hacer d'ici à l’avenir; como es el caso de nunca más en su vida volver a volar en un avión, después de un accidente que sufrió volando con un tío suyo en un biplano, a principios del siglo 20. Jamás en su vida se volvió a subir a un avión.

Los demás días de la semana desayunaba en la cafetería Súper Leche, ésa que desapareció en el fondo de la avenida San Juan de Letrán con el desastroso terremoto del año 1985. Ahí se reunía de Lunes a Sábado con sus amigos, todos muy curiositos, y la mayoría aparentemente doctores; discutían todo siempre con cierta seriedad; a diferencia de mis papás y sus amigos que con más frecuencia charlaban y reían, que con seriedad. Los temas de mi abuelo nunca eran ligeros, y parecía que nadie entre estos amigos suyos jamás bromeaba.

Las cenas se las echaba en su casa y en su cuarto, en cama, viendo la televisión. La pitanza consistía en un par de plátanos horneados con azúcar morena y canela, y una botella de agua mineral marca Peñafiel. Hacía ya muchos años que se había vuelto frugal y había dejado atrás las grandes comilonas y los excesos, que de cualquier manera nunca fueron tan exagerados, excepto los Domingos…

Un día mi abuela Maruja me preguntó si había visto caracoles en sus enredaderas. Las altas bardas que guardaban la casa estaban cubiertas de una vetusta y densa enredadera, de una hiedra de hojas grandes muy verdes y oscuras al madurar. Alrededor de la casa había toneladas de hojas vivas, humedad y sombra en clima templado; habría caracoles, desde luego.

La historia de siempre, pensé: unos que se quieren comer lo que otro considera suyo, y los persiguen como plaga. Mi abuela me pidió que le juntara todos los caracoles que encontrara entre sus enredaderas durante la semana, y me daría un veinte de cobre por cada uno que le trajera. ¿Vivos? pregunté, pensando en si la recompensa ofrecida era vivos o muertos. Y pensaba que si me pedía que ya estuvieran muertos, no podría ser. Ella tendría que matarlos, yo no. “Vivos y con la concha entera”, me aclaró. ¡Perfecto! un plan divertido, y al final una recompensa para irme en mi bicicleta a la tienda a comprar un comic o una revista, quizá. ¡A lo mejor hasta un libro! de la librería Libros Libros Libros, en Barrilaco, si juntaba suficientes caracoles…

Me conseguí de por ahí una jaula para canarios abandonada, le metí pastos y hojas con lo que les ofrecería un pequeño hábitat para que su encarcelamiento no fuera letal, y los mantendría en una sombra fresca y húmeda. Y además convencí a Laila mi hermana de ayudarme a encontrar caracoles durante esa semana en las tardes, después de la escuela. Juntamos muchísimos caracoles, y les perdimos la cuenta desde el Martes. Para el Miércoles, Laila ya se había aburrido del tema.

Ese Miércoles vino Arturo el jardinero, y él me confirmó que de seguro mi abuela se quería deshacer de la plaga, y se extraño cuando le expliqué que ella me los había pedido vivos, cuando él se ofreció a traer “veneno” y echarle a todas las enredaderas para acabarlos eficazmente. El Sábado me preguntó mi abuela cómo me iba con el asunto de los caracoles, y le aseguré que eran más de los que ella esperaba, insinuándole que fuera calculando su adeudo. “Magnífico, darling” me contestó en su acento Colombiano. Y me pidió que se los tuviera listos el Domingo por la mañana.

Cada vez que los quería contar para calcular la recompensa, perdía la concentración numérica porque me quedaba embelesado con sus anatomías y movimientos imposiblemente lentos y tan ajenos, de un mundo muy distante al mío. Entre mis observaciones y mi enciclopedia, me fui enterando por ejemplo que esas antenas tenían ojos en las puntas; y de cómo iban mordiendo y devorando las hojas. Y aquel rastro extraño, brillante y baboso que dejaban a su paso, o que contuvieran ambos sexos. Me intrigaba la textura de su piel por el lomo, y me daba algo de asco en envés baboso de sus cuerpos que parecían no decidir de qué tamaño ser, y se alargaban o acortaban, enflacaban o engordaban, o se metían líquidamente dentro de su casa móvil, y sellaban la entrada. Finalmente me pareció que si como quiera mi abuela los tendría que contar al recibirlos, para que perdía yo ese tiempo en ello, y seguí juntando y observando a mis caracoles.

El Domingo temprano encontré a mi abuela en la cocina, desayunando. Quise entrar con mi jaula pletórica de hierbas medias secas y caracoles, pero al ver eso mi abuela me sacó de la cocina al patio trasero, y ahí llegó ella al rato con una palangana grande de la lavandería, y me dijo que fuera echando los caracoles ahí, sin hojas ni tierra, mientras los contábamos. A la mitad del camino comenzó a insinuar que eran demasiados, y luego dijo que quizás debería regalarle algunos a su amiga Concha Dalcovich, la que mató de cinco balazos a su marido, muchos años antes. Lo de regalarle caracoles a Concha me pareció primero que nada muy extraño y luego cuando reparé en que su amiga se llamaba igual que la casa de los caracoles, no podía parar de reírme…

Antes de acabar, mi abuela se cansó y me dijo que tenía $20 Pesos y que me los daba y ahí que quedara la cosa. Me tarde bastante en calcular cuántos veintes de cobre cabían en veinte Pesos, y lo que más recuerdo no fue si estimé que yo tuviera más o menos de 100 caracoles, sino que de seguro podría encontrar algún libro por esa cantidad, y como siempre he sido muy pragmático para los asuntos del dinero -por eso no tengo mucho-, los acepté con tal de ya irme en mi bicicleta a la librería.

“¿Ya los vas a matar, abuela?”
“Claro”
“¿Cómo?”
“Se mueren cuando los hierves”
“¿Los vas a hervir para matarlos?”
“Para cocinarlos”
“¿Te los comes?”
“Son deliciosos; a mi marido le encantan; se los voy a servir hoy de sorpresa. Vienen Concha y tu tía Ana a comer”
“Ah…”
“Quieres ver cómo se hacen”
“Ajá…”, contesté temeroso; “¿a qué saben?”
“Ya verás”

Ya no recuerdo qué me compré con mis $20 Pesos, pero recuerdo el evento culinario en la cocina. La receta era realmente muy simple: lavó muy bien a los caracoles vivos y en sus conchas bajo el chorro abundante de agua fresca en la coladera de las pastas, luego los hirvió en el perol donde se hacían los cocidos y el espagueti, con sal y vinagre, y algo de hierbas finas. Mientras, preparó en la batidora una mantequilla a la provenzal; con cebollines, ajos, pimienta en grano, limón y perejil picado. Los caracoles tras la ebullición se separaron de sus conchas, los colamos y terminamos de desalojar de sus casas, y entonces con los dedos embadurnados metimos algo de la mantequilla preparada adentro de cada concha, luego un escargot, y por último se sellaba la entrada de la concha con más mantequilla. Con el horno a 200ºC, metimos las charolas con un montonal de conchas, y tras un tiempo que recuerdo corto, la mantequilla estaba doradita, y listos para servirse. El último secreto fue echarles unas gotitas de Pernod, para que supiera más Francés, reveló mi abuela; “así es como le gustan a Gastón”. Además había sopa de cebolla que preparó mi mamá; pan fresco, la inefable botella de vino rojo Francés que traía mi abuelo los Domingos, y una tabla de quesos para el postre…

Me comí un par de pedazos de migajón de pan remojado en aquella exquisita mantequilla dorada, así que mi instinto alimenticio reptiliano estaba listo para aceptar el reto, cuando mi abuela anunció que había llegado la hora de probarlos. Desde ese día dejé de considerarlos una plaga, sino una bendición alimenticia, y para mí un Helix Aspersa es un caracol común del jardín, y un escargot es una delicadeza gastronómica.

Lamentablemente, los hombres con anti-empática facilidad separamos cosas iguales con conceptualizaciones distintas, y le podemos llamar guerra a una matanza, cacería a un asesinato, o investigación, a martirizar monstruosamente a muchos animales para nuestro futuro beneficio; humanidad alienígena ¡qué amplia y perversa diferencia nos une a los demás animales! Aunque tengan antenas con ojos en las puntas…