Había una vez un pequeño pueblo escondido entre las montañas, donde cada año, en la primera luna llena de otoño, ocurría algo muy peculiar: los árboles del bosque cercano comenzaban a cantar.
Su cantar era como un aullido melancólico que se resiste, pero que sin remedio se resigna a volver a aullar esa canción, un año más…
Los habitantes del pueblo, acostumbrados ya al extraño fenómeno, solían reunirse alrededor de una gran fogata en el centro de la plaza para escuchar el canto de los árboles, mientras el viento parecía llevar los susurros hasta sus oídos, como secretos del bosque:
son vientos que pasan y vuelven
son aires que corren y gritan
cargados de vidas sin cuerpos
son espíritus de seres que mueren
los escucho al rozarme la cara
susurrando caricias secretas al oído
y entre escalofríos del inconsciente
me torturan el alma al llamarme
sus voces traviesas y alegres
cantando me engañan y me seducen
para provocarme de pronto a seguirles
dejándote pesado cuerpo que lo impides
sus abrazos etéreos me arrastran
tus manos se aferran y me detienen
mis sentimientos se revuelven indecisos
con los vientos que pasan y vuelven
Pero ahora el único que percibía el canto era el viejo Pedro, porque el canto era para solo él, quien al poco podía distinguir las notas de Prokofiev agudizando su cuerpo, desde los oídos hasta sus memorias de muchas vidas atrás.
Pedro, con los ojos cerrados y el cuerpo inmóvil, se dejaba llevar por la música que solo él podía escuchar con claridad. Cada nota de Prokofiev parecía despertar en él un recuerdo lejano, como si su alma estuviera conectada a los antiguos secretos de esa comarca. Se veía a sí mismo en otras épocas, en otros lugares, siempre siguiendo el eco de esa misma melodía cuyas coplas ahora resonaba en las copas de los árboles.
Sin embargo, todo era un engaño. Los árboles eran quienes cantaban esa melodía imitando al lobo triste, y atrayendo inefablemente a Pedro que caía cada vez más entre las ramas de los Ents. Las ramas de los Ents, que se extendían como dedos retorcidos, lo envolvían con suavidad al principio, pero pronto apretaron con más fuerza, como si quisieran asegurarse de que Pedro no escapara. A pesar de la creciente presión, Pedro no sentía miedo. Había algo familiar en la cálida madera de aquellos árboles vivientes, algo que lo hacía sentir como si finalmente estuviera regresando a casa, aunque una parte de él pensara que todo era una trampa.
Los Ents lo arrimaron hasta la orilla de un río merodeador, donde por tantos años pastoreó ovejas, y repentinamente le apareció la clara imagen del lobo; ése con el que muchas veces alarmó al poblado hasta que nadie volvió a creer nunca más en él, y ahora viejo y solitario, frente a la imagen congelada del lobo listo para atacar, sonrió.
Pedro, paralizado por el terror y el peso de sus propios recuerdos, observó al lobo que, en silencio, lo miraba con unos ojos penetrantes. Esos ojos eran profundos, como si pudieran ver a través de su alma, y parecían recordar la desventura de Pedro. El lobo se acercó lentamente, con una elegancia salvaje, pero en lugar de atacar, se detuvo a pocos pasos de Pedro. Los Ents aflojaron su agarre, y Pedro, con la garganta seca y la mente llena de perplejidad, finalmente comprendió que estaba frente a la manifestación de sus propias pesadillas pasadas.
Entonces el lobo le dijo como una sentencia: te voy a matar, pero primero te daré la oportunidad de que antes de morir, restaures tu mala fama y corrijas el final de la historia.
“¿Cómo?” Inquirió el viejo pastor, “si solo yo recuerdo el cuento” explicó, “a nadie le interesa ya”… añadió.
El lobo lo incitó a que gritara de nuevo como antaño, pidiendo auxilio contra el lobo, y le prometió que esta vez no se escondería, como en aquellas lejanas veces lo hizo para que dejaran de creer en el pastor, y así un buen día tener el tiempo suficiente de llevarse una oveja entera. “No podía negar mi naturaleza”, aclaró el lobo.
Pedro con la voz quebrada, miró al lobo incrédulo. Sabía que nadie en el pueblo lo tomaría en serio. "Si vuelvo a gritar, nadie me creerá", dijo Pedro con un suspiro cansado. "No soy otra cosa más que ese pastor que gritó ¡lobo! una vez de más. ¿Por qué habrían de escucharme ahora, qué ha cambiado?". El lobo inclinó la cabeza y respondió por lo bajo con firmeza. "Ésa es la prueba, Pedro. Grita, y sabremos si tu historia está destinada a eternizarse".
Con la voz quebrada por el miedo y la desesperanza, Pedro comenzó a gritar desgañitado, "¡Lobo! ¡Lobo, de verdad hay un lobo!" Sus gritos resonaron en el valle, llevados por el viento hasta el pueblo que ahora apenas recordaba sus viejas mentiras.
Esta vez, algo era diferente. Una joven del pueblo, que nunca había escuchado la historia del pastor mentiroso, salió corriendo de su casa al escuchar los gritos; “¡papá, mamá, hay un lobo! ¡Tenemos que ayudar al pastor!” exclamó con determinación.
Los habitantes del pueblo, movidos por el fervor de la joven y el eco del grito que parecía más desesperado que nunca, comenzaron a salir de sus casas, algunos con antorchas, otros con herramientas de labranza en mano.
Al ver a la gente corriendo hacia él, Pedro sintió un nudo en la garganta. No sabía si era por el miedo al lobo o por la inesperada compasión de su comunidad. ¿Le creerían esta vez?
El lobo, parado a su lado, le susurró: "Tu vida ha estado llena sombras, Pedro, pero éste es tu momento de redención". Pedro, con un suspiro resignado, se preparó para enfrentar al lobo. Miró por última vez hacia el pueblo que estaba cada vez más cerca, y luego se volvió hacia la bestia, que lo observaba con una mezcla de respeto delictuoso y expectativa inusitada.
El lobo, tras esa mirada que parecía comprender a Pedro, se adelantó lentamente. Pedro, con un último esfuerzo de coraje, aceptó su destino. No luchó, ni intentó escapar.
Cuando el lobo lo tocó, Pedro cerró los ojos, confiado en que su sacrificio no sería en vano. En sus últimos momentos, escuchó el sonido de pasos apresurados y voces preocupadas, señales de que el pueblo finalmente había llegado. El lobo, cumpliendo su promesa, expuso a Pedro ante a la multitud, la cual quedó horrorizada de ver al viejo pastor en tan lamentable estado.
Así, los aldeanos, conmocionados, entendieron la historia y finalmente supieron la verdad que había detrás del viejo cuento.
La verdad, como el agua, aunque a menudo ignorada, siempre encuentra su camino…
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